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sábado, 2 de febrero de 2013
EDITORIAL.
Un
potencial colaborador de la revista nos escribió un correo hace unos
días. Estaba dándole vueltas a un artículo sobre actualidad
económica, pero no acababa de sentirse completamente a gusto con lo
escrito. Comentaba que gran parte de las reflexiones que deseaba
escribir las habían motivado libros que no leía desde hacía
tiempo, pues se encontraban en la biblioteca de su antigua facultad
y, al no poder acceder a ellos, veía imposible citarlos
convenientemente.
Tras
varios correos, las dudas sobre dicho artículo aumentaban: además
del problema de las citas, no buscaba una crítica fácil, según me
decía, sino algo más. Algo que calase hondo en el lector, que le
hiciese reflexionar y buscar soluciones: «La
palabrería sólo se combate con hechos. Lo contrario sería predicar
en el desierto, tapar el silencio con cotilleos».
Esta
historia terminó ayer. Por la tarde, recibía un correo de este
escritor adjuntando una serie de enlaces de internet. Me pedía que
los mirase. Todo había acabado. Después de meses dándole vueltas a
la idea, a la manera de hacer algo de lo que sentirse orgulloso, algo
que se saliese de la norma habitual, algo innovador, después de todo
el esfuerzo... Alguien había escrito ya sobre ello. Y no una
persona, no... Decenas, y de la misma manera en la que él deseaba
hacerlo.
Me
pareció sorprendente que se mostrase tan decaído y, sobre todo, que
ello fuera motivo para no continuar escribiendo su artículo. «Está
todo escrito. ¿Qué puedo aportar yo?».
Y es cierto, quizá nada nuevo. Todo está pensado, todo está
inventado o en vías de desarrollo, todo está escrito, dibujado,
fotografiado, esculpido... En un curso al que asistí, el profesor
nos decía que no nos engañásemos a nosotros mismos considerándonos
originales: ya nada era original. Por supuesto, ello no quiere decir
que no luches por ser el mejor en aquello que haces o por sentirte
orgulloso de tu trabajo, pero la búsqueda de la originalidad, con la
lógica de mi profesor en la mano, no haría sino limitarnos. En el
caso de nuestro potencial colaborador, resultó totalmente cierto. La
búsqueda de la originalidad y la excelencia, lejos de motivarlo,
impidió que avanzase. No me cabe duda de que alguien que reflexionó
durante tanto tiempo sobre un artículo sería capaz de hacer algo
digno de ser considerado, pero nunca se realizó. Primero, porque no
iba a ser único, y segundo, porque no siendo único no podría ser
el mejor.
La excelencia debería ser un fin, no convertirse en una creencia
limitante. Deberíamos aspirar a ella trabajando día a día en
proyectos menos excelentes, porque a través de ellos y de los
errores que comentamos (y de las críticas a dichos errores)
desarrollaremos el proceso de aprendizaje que puede llevarnos a
nuestra particular excelencia. Para los desconocedores del concepto,
son creencias limitantes todas aquellas interpretaciones,
consideraciones, percepciones de nosotros mismos o nuestra realidad
que, en vez de potenciar nuestras capacidades, nos limitan y nos
impiden avanzar. En resumen: son un obstáculo entre nosotros y
nuestros objetivos. Estas creencias son inevitables, pero podemos
corregirlas. Claro que no será fácil, pero estamos obligados a
hacerlo. Es cierto que los tiempos que vivimos requieren acción, no
sólo reflexiones sobre la no-acción, pero retrasar indefinidamente
el ascenso a la montaña por miedo a no ser el mejor escalador,
tampoco nos ayudará a llegar a la cima.
El
caso de este chico que quería colaborar con nosotros me hizo
plantearme si esta creencia podría aplicarse al grueso de la
sociedad que ve desmoronarse la realidad a su alrededor y no se anima
a actuar, a involucrase en las iniciativas de otros o a plantear
cosas nuevas. Quizá considere que todo está inventado ya y no puede
aportar nada mejor. O tal vez que el interior está tan podrido que
sus ideas no harían sino pudrirse también. O quizá no sería
demasiado bueno y fracasaría como el resto. O quizá no se atreva ni
a pensarlo.